miércoles, 26 de noviembre de 2025

LONDRES

 Como cada mañana, Estitxu, la de 8⁰ B, atrajo todas las miradas de los chicos, al llegar al patio del colegio, unos minutos antes de que sonara la sirena. Todos pensábamos que Estitxu era la chica más guapa del colegio, pero además, aquella mañana vestía una camiseta negra de la gira de los Clash por su disco Combat Rock y unos vaqueros 501 con etiqueta roja que motivaron una serie de giros de cinturas masculinas que ya le habría gustado ver al profesor de gimnasia en sus clases. Hasta las chicas del colegio miraban con admiración a Estitxu. Su simpatía y la naturalidad con que lucía su belleza y ropa evitaban que surgiera cualquier asomo de envidia o despecho tanto entre las chicas como entre los chicos.

Después de dos horas y media de clases, sonó la sirena que anunciaba el recreo y todos los del séptimo curso corrimos hacia el corrillo donde se juntaban los de octavo, para oír de la propia Estitxu el origen de su camiseta y de sus vaqueros.

—Me lo ha traído de Londres mi hermano Manu.

Todo el colegio conocía a Manuel Besteiro Ulloa. El hermano mayor de Estitxu había acabado la carrera hacía un par de años y había logrado un importante puesto de trabajo en una consultora de inversiones financieras en la City de Londres. Manu era el orgullo del colegio y de todo Sestao: el hijo de un peón de albañil y de la cocinera de la cantina de la fábrica Babcock & Wilcox ahora trabajaba para una de las empresas más importantes del mundo, y además, sus gustos musicales demostraban que seguía siendo uno de nosotros.

—Javi estuvo en un concierto de los Clash en el Camden Palace, —continuó Estitxu— y me compró esta camiseta oficial del grupo. Y también ha traído algo para el colegio, bueno para todos. Se lo ha entregado a Moisés y él nos avisará, para que lo veamos.

Al acabar las clases del día, Moisés, el director del colegio, nos comunicó, por medio de la megafonía, que al día siguiente, todos los cursos íbamos a bajar, por turnos, al Salón de Actos para ver el regalo que había traído Manu al Colegio.

Los de séptimo y octavo completábamos el último turno, el de las 3 de la tarde. Creo que aquella mañana, tanto los profesores, como nuestras familias acabaron bastante hartos de nosotros. En clase estábamos más alterados que de costumbre, y vaya comida debimos dar a las madres. Volvimos todos corriendo al colegio, sin acabar los platos, y… sin lavarnos los dientes. Ni siquiera dediqué quince minutos, como solía hacer cada día, a la lectura de El Silmarillion que me había prestado mi amigo Santi Zalbidea.

Entré en el Salón de Actos y como era de esperar, no conseguí sentarme al lado de Cristina Pereda. Cristina y yo íbamos a la misma clase desde primero de EGB, y aunque ya estábamos en séptimo, nunca había logrado sentarme junto a ella, y… nunca lo logré.

Una vez que había comprobado mi fracaso, me senté en la primera silla que vi libre, al lado de Miguel Ángel Palacios. Miguel Ángel y su hermana Rocío, que iba a octavo B con Estitxu, habían llegado al colegio a mitad del curso pasado. A todos nos extrañó lo extremadamente tímidos que eran. Venían de Andalucía y todo el mundo sabe que los andaluces son simpáticos, extrovertidos y habladores, pero Rocío y Miguel Ángel no eran nada extrovertidos. Eran muy amables y muy educados, pero muy poco habladores. Hasta tal punto eran reservados, que ellos dos eran los únicos alumnos del colegio de los que el resto de los chavales desconocíamos la profesión de su padre. Desde que fui consciente de la verdad, siento una punzada de dolor y de vergüenza al recordar cuál era el verdadero motivo de su timidez y mutismo sobre el trabajo de su padre.

—Arratsalde on, danori! ¡Buenas tardes!

—Berdin zuri, Mari Tere! ¡Buenas tardes!

Mari Tere era la tutora de nuestro curso y estaba de pie, en la tarima, junto a Moisés, y los demás tutores de séptimo y octavo: Mikel, J. M., José Luis, y el propio Manu Besteiro

—Como ya sabéis todos, —continuó Mari Tere— Manuel Besteiro, antiguo alumno y hermano de vuestra compañera Estíbaliz, que ahora vive y trabaja en Londres, ha preparado un regalo para nuestro colegio y para todos vosotros.

Comenzamos a aplaudir entusiasmados, aún sin tener ni idea de en qué consistía el regalo.

—Manu ha realizado un montaje de diapositivas para nosotros —explicó Mari Tere— durante varias semanas ha visitado los lugares más emblemáticos de la ciudad de Londres con su cámara de fotos, varios carretes de película para filminas y su grabadora. Así ha podido preparar este audiovisual en el que nos explica todo lo que hay que saber sobre Londres y ha incluido además unas cuantas entrevistas a varias personas de todo el mundo que viven en la capital de Inglaterra.

—No he podido entrevistar a la Reina, —terció Manu, provocando las risas del público— pero os puedo asegurar que he preparado el montaje con todo el cariño del mundo hacia mi antiguo colegio y mi pueblo, Sestao.

Mientras estallábamos en aplausos, Mari Tere colocó las filminas en el cargador del proyector, insertó la cassette en el magnetofón, pulsó el play y comenzó la magia.

Londres, la meca y el sueño de la juventud europea de la primera mitad de los ochenta, Londres, el espejo en el que siempre se ha querido mirar el Gran Bilbao, desde incluso antes de la industrialización, se presentaba ante nuestros ojos y oídos de la mano de un rostro amigo.

En 1994, cuando yo tuve la oportunidad de cursar un cuatrimestre en la London School of Economics, los dos primeros lugares que visité fueron el Camden Palace y Putney Bridge desde donde arrojé una flor al Támesis, como la que deposité seis años antes, sobre el feretro de Estitxu, cuando el jaco y el SIDA la mataron.


lunes, 17 de noviembre de 2025

CINE DE VERANO

 

No sé exactamente cuándo pasó, fue durante un verano a mediados de la década de los años cincuenta del siglo pasado pero no puedo precisar de qué año. La llegada del cinematógrafo al pueblo no es uno de mis recuerdos, yo ni siquiera había nacido. Sin embargo, puedo recordar ese momento como si lo estuviera viendo ahora mismo, como si aquel precario cine fuera el decorado de una película que se estuviera proyectando delante de mí. Entonces, sí que ya es un recuerdo mío. Yo no lo viví pero su recuerdo es tan mío como de aquellos que lo vivieron, no por las innumerables veces que me lo han contado, sino por quien me lo contó: mi madre. Todas aquellas anécdotas y vivencias que ella recordaba de su niñez en el pueblo, ahora también son recuerdos míos. Ya forman parte de mi ser y el hombre que soy hoy en día también está formado por esos recuerdos. Al igual que el recuerdo de un guerrero castellano que no puede evitar llorar, mientras parte de su pueblo natal hacia el destierro que le ha impuesto su rey forma parte de nuestro patrimonio, el recuerdo de mi madre acudiendo al cine por primera vez forma parte de mi patrimonio cultural y sentimental.

A pesar de ser una niña pequeña, no le cuesta nada cargar con una silla desde su casa hasta el corral del bar que se convertirá en el improvisado cine. Más que el peso de la silla le preocupa perder el dinero para pagar la entrada. Por eso, lleva bien cerrado su puño, apretando la moneda de dos reales que su padre le había prometido, si era capaz de superar el miedo a la oscuridad recorriendo su calle a paso tranquilo después de la puesta del Sol.

Su hermana mayor, que la acompaña al cine, se ha ofrecido a guardar el dinero en la faltriquera que lleva ceñida al cinturón, junto al mandil. Mi tía sabía que su hermana se iba a negar a aceptarlo, pero como el hermano mayor estaba trabajando en una dehesa a poco más de dos leguas del pueblo cuidando la piara de cerdos del señorito Iván, a ella le correspondía velar por el resto de los hermanos. 

-¡Menudo carácter tenía ya tu madre entonces! -me han dicho muchas veces mis tíos. 

A lo que mi madre solía responder. 

–Siendo la del medio de cinco hermanos, tenía que sacar carácter como fuera.

No hace tanto que protestábamos por su mal carácter, y hoy es el día en que echo de menos las broncas de mi madre.

Dentro del corral del bar que se había convertido en cine, debían buscar un buen lugar donde colocar sus sillas en la zona reservada para las niñas, bajo la estricta vigilancia de la tía Chelo. La tía Chelo era una viuda que tenía organizado una especie de parvulario en su casa para poder sobrevivir, ya que nunca le fue reconocida la pensión militar de viudedad por la muerte de su marido. El Acracio había muerto en el frente, pero en el otro bando, como ella solía decir en voz muy baja y precavida, aunque todo el pueblo sabía, y todo el pueblo callaba, en qué bando habían combatido sus vecinos durante la Guerra.

-Venga vosotras dos, poned aquí las sillas y sentaos… y formalitas, ¡eh! que se note que ya no vais a la escuela de los meones. 

La escuela de los meones era el gráfico y preciso nombre que daban en el pueblo al parvulario de la tía Chelo. En aquella sociedad llena de eufemismos, medias palabras y silencios también había lugar para la claridad meridiana a la hora de denominar sin remilgo alguno, todo lo que estuviera alejado del pecado o del castigo legal.

Pero ¿cómo podrían controlar la emoción de estar sentadas frente a una pantalla de cine por primera vez? Mi madre nunca pudo estarse quieta, ni de niña, ni de mayor, y aquel día, aún menos. Está continuamente arrastrando los pies sobre el seco suelo del corral y las  sandalias de goma rechinan sobre el grijo que lo cubría. Pese a que de vez en cuando recibía un rodillazo de su hermana mayor, en seguida volvía a arrastrar los pies. Afortunadamente, la tía Chelo estaba en ese momento tirando de las orejas a dos muchachos que intentaron acercarse a la zona de las mozas, sin ninguna intención de atender a la película, y mi madre se libró del capón con que la tía Chelo solía corregir el mal comportamiento de las niñas.

Por fin, llegó el momento tan esperado. En la pantalla se vislumbran unas imágenes en blanco y negro acompañadas de una música pretendidamente épica, que podria pasar por un sucedáneo de la obertura de la ópera Guillermo Tell. Una vez terminado el noticiario, al que el público ha prestado la atención justa para no parecer despistado, pero no la suficiente como para recordar aquello que han visto y oído, un deslumbrante despliegue de colores inunda la pantalla.

El rótulo con el nombre de Luis Mariano que ocupa toda la pantalla seguido del celeste azul del mar que baña las playas de México arranca un suspiro de admiración de todas las gargantas presentes aquel día. Quizás, desde el pase inaugural de la primera película de los hermanos Lumière no había comparecido un público tan gratamente sorprendido, maravillado y fascinado por la magia del cinematógrafo, como el que se congregaba aquella noche en el corral del bar del pueblo.

Durante la proyección de la película el público ríe, se emociona, llora e incluso hay quien se atreve a cantar en voz baja algunos de los temas de la película que ya eran muy populares desde hacía tiempo. Estoy seguro de que ni mi madre, ni el resto de los espectadores era consciente en aquel momento de la sorprendente naturalidad y facilidad con que estaban abriendo las puertas del corazón y la mente a los sentimientos, venturas y desventuras de los personajes de la película. Asumían que aquellos personajes eran personas tan reales como ellos mismos, incluso que estaban dotados de una realidad más consistente, que no depende de la presencia física, sino de su presencia inmediata en la sensibilidad de cada espectador.

El cantor de México acababa de suscitar en el público una nueva forma de ver, entender y explicar el mundo que supera las barreras materiales y que conforma los recuerdos más profundamente grabados en nuestro ser. Son ese tipo de recuerdos que solo una madre puede transmitir a un hijo y que mi madre me legó a mí, para que formen parte de mi ser. Y son los recuerdos, que unidos a los míos, yo también voy revelando a mis hijos.

Así,  mediante la transferencia de los recuerdos, como si de un fuego sagrado se tratara, nunca caminamos solos por la vida. Creamos nuevos caminos, pero con las herramientas que heredamos de nuestros padres y que renovamos en cada generación, sin que pierdan un solo ápice de las huellas, la sabiduría,  el cariño y los recuerdos de los que tanto amor y esfuerzo nos criaron y educaron. 

No me cabe duda de que aquella noche de un verano extremeño de hace unos setenta años, la magia del cine sembró  en mi madre el germen de una inspiración para que, en el futuro, ella encontrara un medio para que sus recuerdos pervivieran en nosotros, una vez que la enfermedad se los arrebató, y para que ella misma permaneciera con nosotros, cuando la muerte nos la quitó.


LONDRES

 Como cada mañana, Estitxu , la de 8⁰ B , atrajo todas las miradas de los chicos, al llegar al patio del colegio, unos minutos antes de que ...