domingo, 23 de abril de 2023

A las once en punto

 


Hacía varias horas que había amanecido,  pero como suele suceder en otoño, las nubes impedían ver el Sol. Aunque no era algo que les importara a los soldados del regimiento de fusileros de Lancashire, al contrario, por primera vez el cielo encapotado y plomizo les recordaba a su hogar, porque el humo del día anterior se había disipado, o al menos, eso querían creer. Ese humo que subía de la tierra al cielo y caía del cielo a la tierra mientras emponzoñaba los pulmones y agrietaba el alma de los soldados con el aroma de la muerte y la desesperación. 

Bastaban un par de semanas en el frente para que la mayoría de ellos no recordara ningún otro olor que el del humo de la pólvora condimentado con el del sudor añejo y el de la sangre putrefacta. Todo ello agravado por la humedad y el frío de las trincheras, que no tenían nada que ver con los propios del otoño. En las trincheras, la humedad surgía del propio barro removido y se clavaba en los huesos como si fuera un continuo castigo por el crimen cometido por los hombres al desgarrar la tierra para aniquilarse los unos a los otros y el frío, les estrangulaba el corazón y acuchillaba los pies a modo de amenazante recuerdo de la arbitraria, pero cierta, posibilidad de la muerte, de su muerte.

Los soldados afrontaban la cercanía de la muerte y las lamentables condiciones de vida en las trincheras mediante el intercambio de bromas, tan amargas como inocuas, en duelos dialécticos, tan punzantes como cordiales, con los franceses del 317º regimiento, con los que compartían ese sector del frente. Los franceses se quejaban de sus "inquilinos" ingleses, quienes se quejaban de la escasa calidad de los "hospedajes" franceses.

 Sin embargo, aquella mañana nadie, ni siquiera el animoso capitán Giraud, tenía la cabeza para bromas, solo podían pensar en que llegara la hora señalada, pero el tiempo transcurría con gravosa lentitud. Las manillas de los relojes no avanzaban, sino que se arrastraban por la esfera del reloj como los soldados por la negra tierra de nadie, bajo el fuego de artillería. El deseo por que llegara la hora señalada y el exasperante discurrir de los minutos podía destrozar los nervios de hasta el soldado más curtido y llevarlo a cometer una fatal estupidez en el momento más inoportuno. Tan solo el hecho de que a unos pocos centenares de metros, los soldados del 15⁰ de infantería del Ejército alemán también permanecían más atentos a sus parsimoniosos relojes que a una posible ruptura de esa tensa calma, mantenía, razonablemente alejado, el riesgo de que cualquiera de aquellos hombres se convirtiera en un número más de entre los caídos por el Rey, la República o el Káiser.

De hecho, los soldados alemanes no solo miraban impacientes sus relojes, sino que también miraban angustiados hacia el centro de comunicaciones de su coronel. El coronel Steiner, que había sido maestro de escuela antes de la guerra, se alistó voluntario, como el buen alemán que era, al comenzar la guerra, obteniendo el grado de teniente de infantería  al acabar la instrucción. Desde su incorporación al frente, destacó por tener un gran ascendiente sobre los soldados, una fidelidad inquebrantable al Káiser, y tan buen juicio, como valor en el combate. A pesar de las trabas que le puso el Alto Mando por ser judío, fue ascendiendo hasta llegar a coronel a principios de 1917. Ahora estaba tan hastiado de la guerra como lo estaban sus hombres, pero no podía dejar de cumplir su deber, aunque el Káiser les hubiera abandonado. Por ello,  les había advertido de la posibilidad de que algún general quisiera salvaguardar su honor personal a costa de sacrificar inútilmente al Regimiento. Cuando añadió que aunque, no deseaba ese camino a la gloria ni para sus hombres, ni para él mismo, acataría la orden de asaltar la trinchera enemiga, si ésta llegaba antes de la hora establecida, los soldados sabían perfectamente que su coronel decía la verdad. 

Un estampido les  sobresaltó a todos, no por desconocido: no cabía duda de que había sido un disparo, sino por el terrible augurio que suponía. Afortunadamente, nadie se movió porque Steiner dio la orden de esperar. "Ha sido solo un disparo, y bastante lejos de este sector" pensó.

En la trinchera franco-británica ni siquiera hizo falta dar una orden similar, porque en cuestión de segundos, había llegado un aviso a través del medio en que más confiaban los soldados: el telégrafo del fusilero. "Mantened la calma, ha sido un americano de gatillo fácil, pero su sargento ya le ha arrestado por imbécil". Todos volvieron a respirar. A pesar de que su intervención había acelerado el final de la guerra, los norteamericanos acababan de perder el aprecio de sus aliados europeos. Los soldados miraron aliviados hacia la trinchera alemana donde no se advertía ninguna novedad.

-Menos mal que ese coronel alemán tiene cuajo y sangre fría. -Dijo el sargento Miller.

Elogiar al oficial enemigo le hizo recordar a un teniente  segundo que tuvo en la batalla del Somme. Al principio, Miller no simpatizó con él, porque era muy redicho, se veía a la legua que  no estaba nada dotado para el combate, y encima aquel teniente segundo era católico, pero fue quien le enseñó que el primer paso para alcanzar la victoria consiste en respetar al enemigo y proteger al amigo hasta el final. "Si los gobiernos y los estados mayores, y bueno, también los ciudadanos de las potencias hubieran pensado así en 1914…"

Miller vio interrumpidos sus pensamientos por el sonido de unas campanas. Había un pueblo cerca de allí, con una iglesia cuyo campanario sobresalía entre las casas, pero nunca hasta entonces, Miller había oído tañer esas campanas, que le sonaban como la voz de la esperanza, que Miller iba coreando junto a sus compañeros.

-…cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¡Once! Son las once en punto del 11 de noviembre de 1.918.  ¡Gracias a Dios!




UNA VISITA INESPERADA (Inspirado en Tolkien y en Andersen)

Este cuento fue publicado originariamente en Estel. Revista Oficial de la Sociedad Tolkien Española , nº 98, Invierno de 2002, pp. 60-61.  J...