Los sentidos nos despiertan los recuerdos con más fuerza que la memoria, y también rememoramos mejor las sensaciones que los hechos. A fin de cuentas, recordar es volver a pasar algo por el corazón, volver a sentirlo desde el corazón. Experimentar otra vez esa sensación es lo que nos devuelve, por unos momentos, a aquel tiempo, a aquel lugar que recordamos. Cuanto más banal, habitual y común fuera la sensación original, más intensa, conmovedora y personal será su huella recuerdo, más aún, si esos recuerdos evocan las sensaciones de la infancia. Hace unos pocos días se me despertó uno de esos recuerdos. Me ha sucedido a menudo, pero no se lo había contado a nadie, hasta ahora, que el recuerdo es más intenso, conmovedor y personal que nunca
-Este es uno de los sonidos de mi infancia. -Le dije a mi mujer.
El rítmico sonido de los limpiaparabrisas de mi coche me retrotrajeron a un día laborable cualquiera de mediados de los años setenta del siglo pasado, quizás a principios de 1976. Era el mismo sonido, pero lo emitían los limpiaparabrisas de un autobús, muy probablemente un microbús, de la línea que unía Baracaldo con Santurce. Mi madre y yo volvíamos a Sestao, donde nos esperaba mi padre que en esos momentos estaría terminando su jornada laboral. Veníamos de ver a mi abuela en el barrio de Santa Teresa, o quizás de ver a mis abuelos que vivían en Retuerto, un viaje de menos de seis kilómetros, pero que en aquellos años suponía coger dos autobuses.
Si veníamos de Santa Teresa, estoy seguro de que no habíamos ido a la parada más cercana a la casa de la abuela, sino a la que mi madre y mis tías llamaban “la de la tienda de Rafa”. Al ser una parada anterior, había más posibilidad de encontrar asientos libres en el autobús, o que el “micro” parara, ya que en este último solo se podía viajar sentado, y si estaban todas las plazas ocupadas, no paraba, salvo en el rarísimo caso de que algún pasajero quisiera bajar apenas iniciado el viaje. No lo recuerdo bien, pero no debía haber más de un par de paradas entre la cabecera de la línea y la tienda de Rafa que estaba muy cerca del parque de Los Hermanos.
En cualquier caso, los “limpias” del bus estaban funcionando, porque en el Gran Bilbao de aquellos años, llovía y llovía; los chubascos sucedían al xirimiri y los chaparrones a los chubascos, y así, continuamente. Y menos mal que llovía tanto, solían decir los adultos, porque si no, con toda la contaminación que soltaban a la atmósfera las fábricas que, directa o indirectamente, nos daban de comer a todos en la Margen Izquierda, no habría habido forma de respirar. No obstante de esa lluvia, que “limpiaba” el aire, mis padres y toda su generación pagaron con su salud el bienestar y la prosperidad de una sociedad, que desde su actual satisfacción material y digital y su mentalidad adanista y posmoderna, prefiere olvidar que no hace tanto fue pobre y cutre, pero que todavía más que eso, fue luchadora y trabajadora.
Lógicamente, yo no sabía aún nada de eso, pero había subido a aquel autobús lleno de orgullo, porque mi madre, me había dado dinero para que yo pagara los billetes, como si fuera mayor, y más aún, si luego me decía:
-Guarda tú los billetes, pero que no se te pierdan, que si pierdes los billetes y tenemos un accidente, el seguro no se hace cargo y no nos llevan al médico.
Recuerdo lo importante que me hacía sentir mi madre al hacerme custodio de esos papelitos que en el caso de un accidente nos garantizaban la atención hospitalaria necesaria, y con más motivo debido a que mi hermano estaba, entonces, en el vientre de mi madre. Aunque yo, a mis cuatro años, no entendía que era un seguro, ya sabía lo que un accidente de tráfico podía suponer, ya que mi padre y su jefe sufrieron uno, en el Citroën 8 de este último.
La frase de mi madre se me quedó grabada a fuego, porque después, cada vez que he comprado un billete de cualquier transporte público he comprobado que apareciera la leyenda: “Seguro Obligatorio de Viajeros Incluido”. Claro está que, sin que yo me diera cuenta entonces, además de a ser precavido y responsable, mi madre también me enseñó en esos viajes el valor del esfuerzo, fuera éste grande o pequeño. He de reconocer que me fastidiaba caminar hasta aquella parada, que me parecía muy lejana, pero así podía sentarme a mirar y escuchar los limpiaparabrisas del bus. Y así estoy, sentado en el microbús, junto a mi madre, mientras me dejo fascinar por el cadencioso movimiento y sonido de los “limpias” que se armoniza con la rítmica percusión del chubasco sobre la chapa y los cristales del vehículo.
Yo siempre digo que me gusta la lluvia; nací en Barakaldo, en vísperas del otoño; y también que no me importa conducir bajo la misma. De hecho, tras dos fracasos en el examen de conducir en sendos días soleados, aprobé al tercer intento, en un día lluvioso. Y es que no me cabe duda de que cuando conduzco bajo la lluvia disfruto de la melodía de los “limpias” porque me recuerdan a aquellos viajes en autobús con mi madre.