jueves, 20 de junio de 2024

EL TREN


Escribí este cuento durante el pasado mes de febrero para presentarlo al XXIV Certamen Internacional de Cuentos Lenteja de Oro de La Armuña organizado por el Ayuntamiento de Parada de Rubiales, al que me gustaría agradecer esta gran iniciativa cultural y la preciosa oportunidad que nos ofrece a los que nos gusta escribir de participar en el mismo. Aprovecho también para felicitar a Juan Francisco Cuesta Iniesta, ganador del certamen con su relato "Ella".

Escribí el relato desde la ficción, pero también como una reivindicación del valor y del esfuerzo de mis padres y de mis suegros. Desgraciadamente, perdimos a mi madre el pasado mes de abril, así que con más motivo aún, el cuento va dedicado a la memoria de mi madre, a quien su padre llamaba Maite.


Ricardo no ha apartado la mirada de la sucia ventanilla del tren desde que salieron de la estación. Con los ojos abiertos como platos, como esos platos enormes que veía en la cocina de la casa de los amos, mira como el campo parece correr hacia atrás, hacia el pueblo donde nació, pero en el que apenas ha vivido, mientras que el tren corre hacia delante, hacia un lugar del que apenas conoce el nombre, pero donde dice padre que van a vivir a partir de ahora, porque hay trabajo, porque hay futuro.

Es su primer viaje en tren. En realidad, es su primer viaje,  porque a él nunca se le habría ocurrido llamar viaje a cuando iban padre, Agustín y él hasta Salamanca llevando las ovejas del amo para la feria de septiembre. Desde luego, nadie llamaría viajar a caminar dos o tres días por esos caminos resecados por el implacable Sol del verano salmantino, mientras se vigila que ni ovejas, ni corderos se pierdan o, lo que sería aun peor, se lastimen, enfermen o mueran. Pero justo eso, la realidad de una vida dura que no ofrece ninguna perspectiva de mejora, es lo que él y su familia están dejando atrás. No van en busca de una vida cómoda, porque a pesar de no haber cumplido todavía doce años sabe que para los pobres la vida nunca es fácil, sino de la oportunidad de aspirar a algo más que a la mera, y precaria, subsistencia.

La voz del cantinero del tren ofreciendo sus viandas a los viajeros ha apartado los ojos de Ricardo de la ventanilla, para mirar a la pequeña maleta de cartón que madre lleva bien protegida en su regazo. Allí guardan chacina y pan para comer durante los primeros días en su destino, hasta que padre y Agustín empiecen a ganar dinero en el trabajo que les ha buscado Matías, uno del pueblo que anduvo un tiempo detrás de una hermana de padre. La cosa no llegó a nada, pero padre y Matías se hicieron muy buenos amigos, y cuando padre le escribió para preguntarle por cómo andaba el trabajo en Baracaldo, a Matías le faltó tiempo para hablar con el encargado de la obra  por si podía colocar a su amigo y al hijo de éste. 

-Es un trabajo duro, Matías, ya lo sabes, pero si tu paisano es como tú, dile que siempre necesitamos gente. Este pueblo sigue creciendo y cada vez hay que traer más agua del pantano, si saben cavar zanjas a pico y pala para los tubos, tienen trabajo para mucho tiempo. Eso sí, que no me fallen, ni tú tampoco, que en el próximo tren vendrán más como vosotros con ganas de trabajar.

Pero aún faltaba mucho para llegar, y Ricardo tenía hambre. Sabe que madre apartó un poco de comida para el viaje, pero no se atreve a pedírsela. Se acuerda demasiado bien de las veces  que cuidando las ovejas, por causa del hambre y del cansancio veía demasiado pronto que el Sol alcanzaba el mediodía y las horas posteriores al almuerzo se le hacían larguísimas, pero si no se atreve a decirle nada a madre es porque ella no ha dejado de llorar desde que salieron de la estación.

-¿Quién va a cuidar de Paquito ahora? Se queda solo en el pueblo, Lo hemos abandonado entre extraños.

Paquito había fallecido el invierno anterior.

Acababa de cumplir siete años y era el preferido de madre. Por eso, aún no había ido nunca con sus hermanos y padre a cuidar de las ovejas, sino que acompañaba a madre al río a lavar la ropa. El agua helada y las manchas del trabajo en el campo destrozaban las manos de las mujeres del pueblo; sin embargo, el parloteo chismoso de las viejas comadres, entremezclado con las inocentes y curiosas risas de las jóvenes solteras ante las picardías de los comentarios que las casadas sólo se atrevían a hacer en aquel ambiente, aliviaba por un rato los sufrimientos de aquellas mujeres. Para Paquito todo aquello era la diversión más absoluta; corría, reía y saltaba entre los cestos de la ropa, recibiendo continuamente los halagos y cucamonas de las congregadas.

Hasta el día en que se cayó al río. Aquel día no se comentó en el lavadero ningún chisme del pueblo, ni las proporciones de cualquiera de los maridos, ni hubo risas, ni carantoñas. Todas las mujeres lavaban la ropa con la preocupación marcada en el rostro. Habían oído la noticia de que una guarnición española en Ifni, en la que tres mozos del pueblo estaban haciendo la mili, había sido atacada. Eran nietos, hijos, novios, hermanos o primos de la mayoría de las que se juntaban en el lavadero del río y nadie tenía ánimos para jugar con Paquito. Él se apartó del grupo, y se puso a pasear por la orilla, aguas abajo. Después de un recodo, había una zona donde los críos tiraban piedras al río para hacerlas saltar a la rana, pero aquel día tampoco había nadie. Al lanzar una piedra, Paquito se resbaló y cayó al río. Aunque su grito se oyó tanto en el lavadero como en el pueblo, no se pudo hacer nada por él, más que sacar su cadáver de la gélida agua del río.

Madre no le perdonó a padre que no retrasara los planes de marcharse del pueblo, hasta que hubieran cumplido con el luto que debían guardar por Paquito. Pero padre ya había pedido ayuda a Matías para que le buscara un empleo para él y para Agustín, y no podía echarse atrás. Si retrasaban la marcha, podían perder la oportunidad de ese trabajo. Además, decía, que el luto tan solo iba a servir para que sus otros dos hijos se ablandaran, y justo en ese momento necesitaban ser fuertes, ser hombres. Aunque nunca lo llegó a decir, había otro motivo para seguir adelante con la idea de marchar. Todo en su casa y en el pueblo le recordaban a su hijo pequeño muerto, y no podía seguir viviendo allí o se volvería loco, como temía que le estaba pasando a su esposa que iba todos los días al camposanto a “cuidar de Paquito” como ella decía.

Mientras tanto, Agustín y Ricardo tuvieron que hacer de tripas corazón, y sin tener ocasión de llorar la muerte de su hermano, ni contar con el consuelo de sus padres, afrontaron la desgracia sufrida y la sorda pelea entre sus padres con todo el valor y la entereza que su edad les permitía. Muchos años más tarde, cuando padre estaba en su lecho de muerte, madre había fallecido dos años antes, les dijo que de no haber sido por el valor que vieron en sus hijos, ni él ni su esposa habrían superado la pérdida de Paquito, ni habrían podido reconstruir su matrimonio.

-Creo que ha sido la conversación más larga que he tenido con mi padre en toda mi vida, y la única vez que se ha mostrado orgulloso de sus hijos. -Le dijo unos días después Ricardo a Maite, su mujer, que entonces estaba embarazada de la que sería su segunda hija, Idoia.

El tren se ha parado en una estación más grande que la de Salamanca. y con más vías que la de Valladolid. Ricardo ha bajado la ventanilla para poder ver el letrero, pero está demasiado lejos. La voz del factor que resuena con más claridad de la esperada entre el ruidoso ambiente de las máquinas y los pasajeros, le da la respuesta que busca.

-¡Venta de Baños! ¡Parada de treinta minutos! ¡La cantina de la estación está abierta! ¡El tren saldrá dentro treinta minutos! ¡Si se retrasan, lo perderán!

La parada en Venta de Baños resulta tediosa. Padre no les permite bajar ni siquiera al andén, carecen de reloj, como casi todos los pasajeros, y no puede arriesgarse a que sus hijos no lleguen a tiempo para la salida del tren. Como casi todos los pasajeros, padre sabe que es muy raro que el tren continúe el viaje con puntualidad, él ya había viajado en tren antes; cuando la guerra; pero no se atreve ni a bajar él mismo, ni nadie de su familia. Levanta la vista hacia el resto de los pasajeros. Comprueba, con satisfacción, que ha tomado la decisión correcta. Casi nadie abandona sus asientos. Tan sólo bajan del tren aquellos que no viajan con la ropa de los domingos: los trabajadores de la compañía del ferrocarril y los que toda su ropa es de los domingos y tienen reloj, aunque estos últimos viajan en otro vagón. 

Ricardo sigue asomado a la ventanilla, está fascinado por la cantidad de vías que se entrelazan y se separan en la estación, como si formaran una sucesión de nudos en una cuerda de esparto.  El factor que pasaba en ese momento cerca de su ventana no puede menos que sentirse halagado ante la admiración que muestra ese pasajero por su estación y por las vías.

-¿Te gustan las vías, chaval?

-Buenos días. Ya lo creo, señor.-Responde tal como le han inculcado, saludando siempre a cualquier persona mayor que él, y más aun si ostenta cualquier tipo de autoridad.

-Buenos días, chaval. Así me gusta, que los jóvenes seáis educados, no como algunos que te hablan como a los criados. Sin respetar ni la edad, ni el cargo -añadió el factor, señalando con la mano la gorra de la RENFE que le cubría. -¿De dónde eres?

-De la provincia de Salamanca, señor. A veces vivíamos en el pueblo en -el pitido de un tren ahoga la voz de Ricardo durante unos segundos - y a veces en la finca donde padre trabajaba.

-Vivíamos, dices, viajas con tu familia, entonces. Me imagino que a Bilbao, y allí os tocará cambiar de tren para ir a Baracaldo o a Sestao.

-Vamos a Baracaldo. Mi padre y mi hermano mayor van a trabajar allí.

-¿En Altos Hornos?

-No, señor. Van a hacer zanjas para que el agua llegue hasta las casas de Baracaldo.

-Un trabajo duro, duro de verdad. Los americanos tienen máquinas que hacen eso, pero aquí aún se abren las zanjas a pico y pala. Bueno, pues que tengáis buen viaje y buena suerte allí. Y durante el resto del viaje, fíjate mucho en las vías, porque están hechas del hierro de las fábricas de allí, pero las mantienen firmes, en su sitio, la madera de nuestros árboles. Esta maravilla de la ingeniería que es el cimiento de nuestra prosperidad- el factor citaba uno de sus libros- fue fruto combinar la industria con la naturaleza, la mano del hombre con la creación de Dios, las Vascongadas con la vieja Castilla o con el Reino de León; que tú eres de Salamanca, y así funciona todo en la vida: combinando varias cosas diferentes, para lograr un resultado mejor que cada una de ellas, por separado. No lo olvides nunca, ni estando en Baracaldo, ni si vuelves a Salamanca, y sobre todo, no lo olvides ni cuando tengas tu propia familia, ni cuando estés trabajando

-Muchas gracias, señor. -Respondió Ricardo, bastante confundido -No olvidaré su consejo, pierda cuidado. Qué tenga buenos días y buena suerte usted, también.

El factor de la estación de Venta de Baños no ha oído a Ricardo, el tren ya se había puesto en marcha, pero está seguro que ese chaval del Campo Charro será un hombre de palabra y de provecho.

Quizás fuera por la sorpresa de la variedad de paisajes que prometía el campo burgalés, o por el indudable, aunque peculiar, amor que tenía por su esposo y sus hijos, o por el destacable sentido del deber de la gente sencilla, el ánimo de madre mejoró al atravesar las tierras del Cid, como ha dicho en una voz más alta de lo que ella misma esperaba al ver el letrero de la estación de la ciudad de Burgos. Tierras del Cid era la frase que decía todos los años don Carmelo, el cura del pueblo, en el día de la Virgen de Agosto, cuando recordaba a sus feligreses que Nuestra Señora también era la patrona de su pueblo natal que estaba en la provincia de Burgos, tierras del Cid. La muletilla del cura se convirtió en motivo de chanza entre los parroquianos más jóvenes, que más de una vez recibieron los golpes de la regla de don Carmelo en las yemas de los dedos. Algo que todos se cuidaban de decir en casa, por temor a que su padre o madre añadieran la “propina” a lo que ya “habían cobrado” en la iglesia.

Cuando ha oído a madre pronunciar la susodicha coletilla, Agustín se ha llevado, instintivamente, las yemas de los dedos cerca de la boca y ha soplado como si intentara aliviarse de un dolor muy agudo e intenso. Aunque teme los capones de su hermano mayor, Ricardo no ha podido aguantarse la risa, pero por una vez Agustín no le pega por reírse de él. Al contrario, después de unos segundos de vacilación y miedo, mirando de reojo a padre y madre, Agustín también se ríe. 

-¿Qué te crees, que no sabíamos que don Carmelo te había pillado riéndote de él y te había sacudido con la regla?

Por primera vez, en muchos meses, los cuatro ríen juntos, atrayendo las miradas y la curiosidad del resto de los pasajeros que acaban contagiándose de la risa. Al igual que Ricardo y su familia, toda esa gente no solía tener muchos motivos para reír. Nacidos en la pobreza y sometidos a la servidumbre desde generaciones, nunca habían albergado ninguna esperanza de poder cambiar su destino de penuria y escasez por un atisbo de desahogo y prosperidad, hasta que oyeron hablar de la oportunidad de confiar en un futuro mejor que suponía la gran necesidad de mano de obra de las fábricas del norte, si se estaba dispuesto a trabajar mucho y duro, pero en un mundo totalmente diferente del que habían conocido hasta entonces. Aquellas carcajadas, más tímidas que resueltas, disiparon parte de los miedos e incertidumbres que todos llevaban en el corazón ante el mayor envite de sus vidas. 

Animados por las risas algunos se lanzan a cantar. Jotas, rondallas, villancicos, pasacalles y charradas se suceden en el vagón, como se suceden los sentimientos que esas canciones provocan en el ánimo de los pasajeros: alegría y tristeza, ilusión y miedo, esperanza y nostalgia. Entre las voces destaca la de un muchacho que subió al tren en la estación de Burgos. Canta bien, sin duda, pero no tan extraordinariamente bien como para destacar por encima del resto, pero su voz desprende una pasión mucho más fuerte que la esperable en alguien de su edad.  Ricardo lo vio subir sin más compañía que una maleta similar a la suya y una hoja de papel prendida de la solapa, que despertó su curiosidad. Como son de edades parecidas, Ricardo le pregunta directamente

-Hola. ¿Qué llevas ahí, en la solapa?

-Hola, es el nombre del dueño de la casa de huéspedes que me han buscado en Sestao. Es un apellido vasco y no hay forma humana de aprenderlo, macho. Se lo trajo apuntado a mi tío un camionero de Bilbao que, cuando pasa por mi pueblo, camino de Madrid, come en el bar de mis tíos, y como anda detrás de mi prima, se desvive por quedar bien con la familia. No sabe dónde se mete el pobre, con la mala leche que tiene mi prima. Por cierto, me llamo Fernando, ¿y tú?

Ricardo está intentando leer lo que pone en la hoja y apenas se ha enterado de nada de lo que le ha dicho Fernando.

-No te canses en balde, que no hay manera, ya te lo he dicho. No sé cómo se apañarán entre ellos para entenderse con estos nombres, pero ya podemos espabilar, que nos tocará aprender a decirlos. 

-Jo, que sí. -Responde Ricardo aliviado porque no quería que se notase que le había tocado pasar más tiempo trabajando con el ganado que aprendiendo a leer, pero preocupado por si no llegaba a aprender a decir bien los nombres vascos. Matías no le dijo nada de esto a padre. Aunque llegado el momento, movido por el más importante interés, no tuvo ningún problema para aprender algunos complicados apellidos vascos.

-Me llamo Ricardo y vamos a Baracaldo, que mi padre y mi hermano mayor van a trabajar allí, y tu familia, ¿no va contigo?, ¿dónde está? -Ricardo se calla de repente. 

-¿Y esa cara de susto? Cualquiera diría que has visto a un muerto. ¡Leches!, ya entiendo. -Fernando se ríe con ganas. -Tengo padres y hermanos. Tengo cinco hermanos, cuatro chicas y un chico, conmigo somos seis, claro. Yo soy el tercero mayor de todos, pero el primero de los chicos, ya tengo catorce años,  por eso puedo viajar solo. -Dice orgulloso. -Voy a la escuela de aprendices de Altos Hornos. ¿Cuántos años tienes tú?

-Yo haré los doce en un par de meses, pero sé trabajar como el que más. -Responde Ricardo un poco picado por sentirse aún un niño. -Nunca se me ha perdido ni una oveja.

-Por eso me envían mis padres de aprendiz a Altos Hornos. Para que el día que yo sea padre, mis hijos no tengan que trabajar desde niños, como tú, o como yo mismo. Cada día, antes de ir a la escuela, ayudo a mi padre a ordeñar las vacas y luego bajamos las cántaras a la estación para cargarlas en el tren de Madrid, y no veas como pesan, y las prisas que siempre nos mete el maquinista, y por la noche a esperar al último tren para recoger las lecheras vacías, y subirlas para que mis hermanas las puedan lavar antes de volver a  llenaralas con la leche del ordeño de la mañana. 

Ricardo se queda callado. Está pensando en su corta, pero ya muy trabajada vida. Piensa en las heridas de los pies tras días caminando al cuidado de las ovejas en medio del bochorno de julio o sobre el hielo de enero, piensa el fuego del chozo que calentaba menos de lo que asfixiaba su humo, piensa en los tortazos de don Gervasio, el amo de la finca, si tardaba en llevar los sacos de leña, que prácticamente pesaban más que él, hasta la cocina, piensa que todo eso no es vida para un niño, que no le gustaría ver, en el futuro, a sus hijos pasando por todo lo que ha pasado él. Nunca ha oído ni a padre, ni a ningún otro pastor lo que le ha dicho Fernando. Quizás padre lo haya pensado, pero no lo ha dicho porque teme que ya sea demasiado tarde para cambiar sus vidas, o  porque no puede evitar creer que, pase lo que pase, si naces pobre, morirás pobre. Sin embargo, padre les lleva al Norte, a lo mejor para que Agustín y Ricardo tengan la oportunidad de cambiar las cosas, ¿quién sabe? Pero, Ricardo acaba de tomar la firme determinación de luchar para que sus hijos tengan una infancia y una vida mejor que la suya: sin pasar ni necesidades, ni frío, sin tener que abandonar el colegio para trabajar y confiando en sí mismos y en el futuro.

Casi de repente, como respuesta a una ligera ralentización de tren, se forma un notable revuelo en el vagón, interrumpiendo los pensamientos de Ricardo. Un buen número de pasajeros se levantan, otros vuelven, apresurados, desde los zaguanes del vagón a donde estaban sentados y todos recogen sus pertenencias y equipajes. Están entrando en Bilbao. El tren rinde viaje en la Estación del Norte, pero los pasajeros parecen presas de un miedo por no ser capaces de bajar a tiempo del vagón, como no se ha visto en las anteriores paradas. La mayoría de ellos se están jugando las ilusiones de su vida en ese viaje y no pueden evitar sentirse ansiosos por bajar del tren. Ricardo vuelve enseguida a donde estaba su familia, avanzando entre el trasiego de personas y maletas con una soltura más propia de quien está acostumbrado a viajar, que de quien, como él mismo carece de experiencia en tales circunstancias. Se encarga de coger la maleta de madre y de un salto salva distancia que queda entre el vagón y el andén.

En el andén, Fernando le estrecha mano para despedirse y usando el mismo apelativo que los hombres de su pueblo para dirigirse a sus mejores amigos, le dice a Ricardo:

-Lucha por tu sueño porque lo vas a lograr, compadre, no lo dudes.

****

Han llegado un poco tarde, como siempre, pero como en la recepción de la Residencia ya tienen sus nombres registrados: Jimena Valiente y Fernando Segovia, pueden pasar directamente a la sala de visitas, donde ya están Maite y Ricardo.

-Perdona Maite, otra vez que hemos llegado tarde.

-Nada, Jimena, no te preocupes. ¡Ojalá importara! Venga sentaos, ¿queréis un café?

-¿De esa máquina del demonio? No, gracias. -Fernando se sienta en frente de Ricardo, pero le sigue hablando a Maite. -¿Qué tal está hoy?

-Ya ves, como siempre. Al menos ya se le ha pasado el trancazo que tenía el pobre. Me han dicho las cuidadoras que por fin, anoche durmió del tirón.

-Con lo que tú has sido, Ricardo, fuerte, incansable y ahora… -Fernando no puede seguir hablando. Ver a su amigo en una silla de ruedas y padeciendo alzheimer le parte el alma.

-Siempre me acuerdo de todo lo que se rió cuando me presentaste como tu novia. -Jimena imita la grave voz de Ricardo. -“¿Te vas a casar con la mujer del Cid?”.

-Y, por eso, nos contaba lo del cura de su pueblo cada vez que quedábamos los cuatro juntos. -Recuerda Maite.

Ricardo levanta los brazos hacia su mujer, como hace habitualmente. Un enfermero se acerca corriendo.

-Tengan cuidado, no le dejen incorporarse, que ya no sabe levantarse de la silla.

-¿Que quiere levantarse de la silla? ¡Qué sabrá este alelado! -Dice Fernando bien alto para que lo oigan todos en la sala de visitas de la residencia. -Mi compadre no quiere levantarse, quiere ver de nuevo el vídeo de su hija, ¡nuestra ahijada! -Grita con orgullo, mientras pasa un brazo por el hombro de Jimena.

Maite saca del bolso una tablet que solo sabe manejar para ver una y otra vez el reportaje de Salamanca Televisión dedicado a su hija pequeña. Son los únicos momentos de felicidad que tiene junto a su marido, cuyos ojos vuelven a brillar, cada vez que en el vídeo el locutor pronuncia:

Asistimos a la toma de posesión de Idoia Miranda Belauntzitarrena, Catedrática de indoeuropeo, como rectora de la Universidad de Salamanca.

-Te lo dije, compadre, te lo dije hace sesenta años. Te dije que ibas a lograrlo y lo lograste.




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