La semana pasada mi madre cumplió 74 años. La calidad de vida de un país desarrollado como España, la medicina moderna, y nuestra mentalidad actual nos hacen pensar que, salvo por la pandemia de la covid-19, una mujer de 74 años aún puede disfrutar de una vida más parecida a la de la madurez que a la de la vejez. Desgraciadamente, no es así.
Mi madre y mi padre pertenecen a la generación de la postguerra. Las terribles consecuencias morales, sociales y económicas de la Guerra Civil estaban muy lejos de superarse en la segunda mitad de la década de los años cuarenta del pasado siglo. El aislamiento a que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial sometieron a España por sus relaciones con las potencias del Eje agravaron la situación del país. Los niños que nacieron en aquellos años, especialmente en las zonas más pobres del país, sufrieron una crónica y grave carencia alimentaria, no tuvieron oportunidad de recibir una educación básica completa, sino que les tocó trabajar, y duramente, desde el momento que sus escasas fuerzas les permitían hacerlo.
En el momento que les correspondía llegar al periodo vital de la adolescencia, se vieron obligados a madurar por la experiencia de la emigración. A partir de la segunda mitad de los años cincuenta, miles de españoles de todas las edades abandonaron sus pueblos para dirigirse a buscar trabajo en los núcleos industriales en torno a Madrid, Barcelona o Bilbao. A pesar de que esta migración se produjera dentro del mismo país, hay que señalar que trasladarse desde un pueblo de Cáceres o de Salamanca a un pueblo industrial de la Ría de Bilbao era un cambio tan drástico y traumático como puede ser emigrar en la actualidad de un país empobrecido a un país desarrollado como es España. Tuvieron que aprender nuevos códigos sociales, formas de trabajo y empleos diferentes a los del campo, acostumbrarse a una contaminación causante de enfermedades de todo tipo y a un clima sorprendentemente lluvioso por el cual debían bailar con los paraguas abiertos en el Chicharrillo de la Plaza de Abajo de Barakaldo.
El noviazgo de mis padres comenzó en uno de esos bailes del chicharrillo de Barakaldo y se vio marcado por dos sucesos. El primero fue la incorporación de mi padre al servicio militar el 17 de enero de 1967. Mi madre siempre recordaba esta fecha porque coincidió con la terrible explosión de las instalaciones de Butano en Santurce que destruyó casi trescientas viviendas del municipio marinero y sobresaltó a toda la comarca del Gran Bilbao. Aunque afortunadamente, no afectó directamente a mi familia el susto fue enorme. El segundo afectó directa y dramáticamente a mi familia: el 14 de febrero de 1968 falleció mi abuelo materno sin haber tenido la oportunidad de haber llegado a serlo, ni siquiera tuvo la posibilidad de asistir a la boda de ninguno de sus cinco hijos. Mi abuela se quedó viuda a cargo de sus hijos, nueve días después de haber cumplido 44 años. Los problemas económicos se agravaron, al mismo tiempo que el dolor por la pérdida dejó heridas y duraderas secuelas.
El día de San Marcos de 1970 mis padres se casaron en la parroquia de Santa Teresa de Barakaldo, en una ceremonia concelebrada con la boda de mis tíos maternos. Después de casarse, mis padres se trasladaron a vivir al barrio de Galindo de Sestao, mientras se terminaba la construcción del piso en el barrio de Kueto que habían comprado. El 12 de octubre de 1971, se mudaron a Kueto llevando con ellos a su primogénito que había nacido cuatro semanas antes.
A partir de ahí, todos sus esfuerzos se encaminaron a sacar adelante a sus hijos; mi hermano nació en plena Transición a la democracia. No era fácil educar a dos niños en un pueblo obrero del País Vasco durante aquellos años en que la democracia estaba en construcción y constantemente amenazada, pero en nuestra casa nos inculcaron el rechazo al sectarismo y a la violencia. Poco después, en los ochenta, la epidemia de la heroína que azotó a toda España se cebó brutalmente con mi pueblo, arruinando la vida de toda una generación. Mis padres, que no pudieron ir al colegio, fueron capaces de protegernos a mi hermano y a mí de aquellos peligros, al mismo tiempo que nos proporcionaron un nivel de vida en el que pudimos disfrutar de todas las comodidades que ofrecía la España moderna y europeizada de la segunda mitad de los ochenta.
Mientras tanto, la enfermedad iba adueñándose de los cuerpos de mis padres. Sus huesos y sus órganos estaban pagando la factura de una insuficiente alimentación durante la infancia, del duro trabajo de sus primeros años, y del no menos duro trabajo de su madurez. Además, en la última década del siglo XX, fallecieron tanto mi abuela materna, como mis abuelos paternos. Al menos el siglo XXI les trajo a mis padres la celebración de los matrimonios de sus hijos, la alegría por los nacimientos de sus nietos, y una bien merecida jubilación para poder disfrutar de todo aquello por lo que tanto habían trabajado desde que eran niños, y compensarles por todas las renuncias y sacrificios que habían jalonado sus vidas
Sin embargo, como decía en el primer párrafo, no es así. Uno de los motivos por los que quería escribir este artículo para el blog es que mi madre ya no recuerda la mayor parte de lo que acabo de narrar, y mi padre, diabético y con una columna vertebral que los médicos se asombran de que le permita mantenerse en pie, cuida de ella. La pandemia de la covid-19, no sólo nos ha impedido vernos, también ha agravado sus enfermedades. Como no he podido felicitar a mi madre su cumpleaños en persona, quería esbozar esta mínima reseña de su vida, en la que ella y mi padre nos han dado a mi hermano y a mí, a sus nueras y a sus nietos las mejores enseñanzas para la vida, y han llegado más lejos que muchos que han tenido una vida mucho más fácil que ellos, y todo ello a base de amor, trabajo, honradez y responsabilidad.
Muy buen articulo, breve y conciso.
ResponderEliminarAupa Campeón.
Yo ya no tengo a mis padres conmigo. Mi madre fallecio hace 11 años con 75 despues de una lucha de año y medio contra el cancer y mi padre este febrero con 90, rapidamente por el Covid.
ResponderEliminarAunque tuvieron la suerte de no cambiar tan drasticamente como en tu caso, toda la vida pelearon por darnos a mi hermana y a mi lo mejor despues de pasarlo muy mal por las circunstancias que mencionas.
Por eso los venero y no se pueden nunca olvidar tus raices, porque somos lo que somos gracias a ellos.
Enhorabuena por el articulo Juanma. Y un abrazo muy fuerte.
Incluso estando sanos y lúcidos es bueno pararnos a escribir y recordar lo que hemos vivido y el trabajo de nuestros mayores. Ya lo dice la Biblia: Sirácida 44: "hagamos una reseña de nuestros antepasados. El Señor les dio una bella gloria, que es una parte de su gloria eterna. [...] fueron un motivo de orgullo para sus contemporáneos. Si bien ellos dejaron un nombre, y todavía se repiten sus alabanzas, otros cayeron en el olvido, desaparecieron como si no hubieran existido, y lo mismo ocurrió con sus descendientes. Pero hablemos de los hombres de bien cuyas buenas obras no se han olvidado. Sus descendientes han heredado ese hermoso legado, su raza se mantiene fiel a la Alianza, sus hijos siguen su ejemplo".
ResponderEliminarQue bonito y que emotivo primo, que generación tan dura y tan trabajadora y a la vez que honrada, un beso a tus padres y otro para vosotros
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