jueves, 3 de marzo de 2022

HE AQUÍ AL HOMBRE


 “He aquí al hombre” (Jn. 19, 5)



 Con esas pocas palabras Pilato pretende eludir su responsabilidad. Ya ha interrogado a Jesús sobre lo único que le importa, si Jesús es el Rey de los judíos (Jn. 18,  33), si es un rey de este mundo que pueda actuar como “los reyes de las naciones” (Lc. 22, 25). Esos reyes a los que Pilato, al igual que Herodes, teme, pero a los que ambos también envidian y cuyo poder los dos ambicionan sin medida. Jesús no es ese tipo de Rey, así se lo había dicho a sus apóstoles: “yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc. 22, 27). Pilato no puede comprender qué el reino de Jesús no sea de este mundo, pero eso no le importa (Jn. 18,  37-38). El pretor ya tiene la excusa que necesitaba para que sean los sumos sacerdotes y los guardias del Templo quienes decidan la sentencia de Jesús (Jn. 19, 6).


 Los sumos sacerdotes ya habían decidido, incluso antes de juzgarlo, que Jesús debía morir: “Vosotros no entendéis ni palabra, no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera” (Jn. 11. 49-50). Sin embargo, Caifás no dijo estas palabras pensando en el bien del pueblo de Israel, ni mucho menos pensando en la Salvación de la Humanidad, lo dijo pensando en el mantenimiento de la posición de los sumos sacerdotes al frente del Templo que les confería un gran poder sobre el pueblo de Israel. Si Jesús era el rey que Israel estaba esperando (Mt. 11, 3-7), Jesús era una amenaza para ese poder que había reducido el amor a Dios al amor al Templo, y el fiel cumplimiento de la Ley de Dios, a la mera apariencia de su cumplimiento vacío y opresivo (Mt. 23, 2-26).  Los sumos sacerdotes tampoco han entendido la realidad del reino de Jesús, y tampoco les importa no entenderlo.


 Pilato, Herodes, los sumos sacerdotes, todos se han equivocado al juzgar a Jesús desde el miedo a perder su poder y despreciando a quien desprecia el poder. Han oído a Jesús, pero no le han escuchado, han visto a Jesús, pero no le han mirado. Y allí, en el  enlosado (Jn. 19, 13) del Tribunal de Poncio Pilato siguen sin escucharle y siguen sin mirarle. Seguro que no pudieron mirarle a los ojos, pero tampoco le miraron a las manos.


 Las manos de Jesús están atadas, pero no son las manos de alguien que ha sido derrotado. Las manos de Jesús, con las palmas vueltas hacia el Cielo, son las manos de  quien va a entregar su vida por sus amigos (Jn. 15, 13), en la Cruz, porque “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn. 3, 14-16). Las manos de Jesús,  con las palmas vueltas hacia el Padre, no son las manos de un rey de las naciones que ha sido vencido. Las manos de Jesús son las manos del Rey que vence a la muerte para curarnos del pecado, porque las manos del Rey verdadero son las manos que curan, son las manos que nos redimen, que son las manos de Nuestro Padre Jesús Divino Redentor Rescatado.




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