No sé exactamente cuándo pasó, fue durante un verano a mediados de la década de los años cincuenta del siglo pasado pero no puedo precisar de qué año. La llegada del cinematógrafo al pueblo no es uno de mis recuerdos, yo ni siquiera había nacido. Sin embargo, puedo recordar ese momento como si lo estuviera viendo ahora mismo, como si aquel precario cine fuera el decorado de una película que se estuviera proyectando delante de mí. Entonces, sí que ya es un recuerdo mío. Yo no lo viví pero su recuerdo es tan mío como de aquellos que lo vivieron, no por las innumerables veces que me lo han contado, sino por quien me lo contó: mi madre. Todas aquellas anécdotas y vivencias que ella recordaba de su niñez en el pueblo, ahora también son recuerdos míos. Ya forman parte de mi ser y el hombre que soy hoy en día también está formado por esos recuerdos. Al igual que el recuerdo de un guerrero castellano que no puede evitar llorar, mientras parte de su pueblo natal hacia el destierro que le ha impuesto su rey forma parte de nuestro patrimonio, el recuerdo de mi madre acudiendo al cine por primera vez forma parte de mi patrimonio cultural y sentimental.
A pesar de ser una niña pequeña, no le cuesta nada cargar con una silla desde su casa hasta el corral del bar que se convertirá en el improvisado cine. Más que el peso de la silla le preocupa perder el dinero para pagar la entrada. Por eso, lleva bien cerrado su puño, apretando la moneda de dos reales que su padre le había prometido, si era capaz de superar el miedo a la oscuridad recorriendo su calle a paso tranquilo después de la puesta del Sol.
Su hermana mayor, que la acompaña al cine, se ha ofrecido a guardar el dinero en la faltriquera que lleva ceñida al cinturón, junto al mandil. Mi tía sabía que su hermana se iba a negar a aceptarlo, pero como el hermano mayor estaba trabajando en una dehesa a poco más de dos leguas del pueblo cuidando la piara de cerdos del señorito Iván, a ella le correspondía velar por el resto de los hermanos.
-¡Menudo carácter tenía ya tu madre entonces! -me han dicho muchas veces mis tíos.
A lo que mi madre solía responder.
–Siendo la del medio de cinco hermanos, tenía que sacar carácter como fuera.
No hace tanto que protestábamos por su mal carácter, y hoy es el día en que echo de menos las broncas de mi madre.
Dentro del corral del bar que se había convertido en cine, debían buscar un buen lugar donde colocar sus sillas en la zona reservada para las niñas, bajo la estricta vigilancia de la tía Chelo. La tía Chelo era una viuda que tenía organizado una especie de parvulario en su casa para poder sobrevivir, ya que nunca le fue reconocida la pensión militar de viudedad por la muerte de su marido. El Acracio había muerto en el frente, pero en el otro bando, como ella solía decir en voz muy baja y precavida, aunque todo el pueblo sabía, y todo el pueblo callaba, en qué bando habían combatido sus vecinos durante la Guerra.
-Venga vosotras dos, poned aquí las sillas y sentaos… y formalitas, ¡eh! que se note que ya no vais a la escuela de los meones.
La escuela de los meones era el gráfico y preciso nombre que daban en el pueblo al parvulario de la tía Chelo. En aquella sociedad llena de eufemismos, medias palabras y silencios también había lugar para la claridad meridiana a la hora de denominar sin remilgo alguno, todo lo que estuviera alejado del pecado o del castigo legal.
Pero ¿cómo podrían controlar la emoción de estar sentadas frente a una pantalla de cine por primera vez? Mi madre nunca pudo estarse quieta, ni de niña, ni de mayor, y aquel día, aún menos. Está continuamente arrastrando los pies sobre el seco suelo del corral y las sandalias de goma rechinan sobre el grijo que lo cubría. Pese a que de vez en cuando recibía un rodillazo de su hermana mayor, en seguida volvía a arrastrar los pies. Afortunadamente, la tía Chelo estaba en ese momento tirando de las orejas a dos muchachos que intentaron acercarse a la zona de las mozas, sin ninguna intención de atender a la película, y mi madre se libró del capón con que la tía Chelo solía corregir el mal comportamiento de las niñas.
Por fin, llegó el momento tan esperado. En la pantalla se vislumbran unas imágenes en blanco y negro acompañadas de una música pretendidamente épica, que podria pasar por un sucedáneo de la obertura de la ópera Guillermo Tell. Una vez terminado el noticiario, al que el público ha prestado la atención justa para no parecer despistado, pero no la suficiente como para recordar aquello que han visto y oído, un deslumbrante despliegue de colores inunda la pantalla.
El rótulo con el nombre de Luis Mariano que ocupa toda la pantalla seguido del celeste azul del mar que baña las playas de México arranca un suspiro de admiración de todas las gargantas presentes aquel día. Quizás, desde el pase inaugural de la primera película de los hermanos Lumière no había comparecido un público tan gratamente sorprendido, maravillado y fascinado por la magia del cinematógrafo, como el que se congregaba aquella noche en el corral del bar del pueblo.
Durante la proyección de la película el público ríe, se emociona, llora e incluso hay quien se atreve a cantar en voz baja algunos de los temas de la película que ya eran muy populares desde hacía tiempo. Estoy seguro de que ni mi madre, ni el resto de los espectadores era consciente en aquel momento de la sorprendente naturalidad y facilidad con que estaban abriendo las puertas del corazón y la mente a los sentimientos, venturas y desventuras de los personajes de la película. Asumían que aquellos personajes eran personas tan reales como ellos mismos, incluso que estaban dotados de una realidad más consistente, que no depende de la presencia física, sino de su presencia inmediata en la sensibilidad de cada espectador.
El cantor de México acababa de suscitar en el público una nueva forma de ver, entender y explicar el mundo que supera las barreras materiales y que conforma los recuerdos más profundamente grabados en nuestro ser. Son ese tipo de recuerdos que solo una madre puede transmitir a un hijo y que mi madre me legó a mí, para que formen parte de mi ser. Y son los recuerdos, que unidos a los míos, yo también voy revelando a mis hijos.
Así, mediante la transferencia de los recuerdos, como si de un fuego sagrado se tratara, nunca caminamos solos por la vida. Creamos nuevos caminos, pero con las herramientas que heredamos de nuestros padres y que renovamos en cada generación, sin que pierdan un solo ápice de las huellas, la sabiduría, el cariño y los recuerdos de los que tanto amor y esfuerzo nos criaron y educaron.
No me cabe duda de que aquella noche de un verano extremeño de hace unos setenta años, la magia del cine sembró en mi madre el germen de una inspiración para que, en el futuro, ella encontrara un medio para que sus recuerdos pervivieran en nosotros, una vez que la enfermedad se los arrebató, y para que ella misma permaneciera con nosotros, cuando la muerte nos la quitó.
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