jueves, 9 de septiembre de 2021

Por aquellos ojos

 No conseguía dormir desde que regresó de la última misión que cumplió en Afganistán. Se despertaba sobresaltado varias veces cada noche, y eso, en las ocasiones en que lograba conciliar el sueño relativamente pronto. Tan sólo se sumía en un sueño profundo y reparador unos momentos antes de que llegara la hora de despertarse. El sonido del despertador, a pesar de reproducir su canción favorita: Halelujah de Leonard Cohen, daba paso a un despertar incompleto y desanimado que le hacía sentirse fatigado desde el inicio de cada nuevo día.


Las primeras semanas lo achacó al cansancio acumulado durante el servicio, o al drástico cambio que suponía la vuelta a casa, la vuelta a la normalidad. Pero ¿acaso “normalidad” significa algo? A pesar de los esfuerzos de su familia y amigos, no lograba apartar la desazón y la angustia de sus pensamientos. Estaba en casa, pero aún quedaban muchos amigos allí, en Herat; empezando por sus compañeros del Regimiento de Ingenieros de Salamanca, que seguían sorprendiendo a los afganos cuando veían a las militares españolas cumpliendo con su deber exactamente igual que los hombres, tanto con el fusil, como con la pala.


La guerra, pues tal era la situación de Afganistán, había creado lazos de amistad muy fuertes entre las tropas destinadas allí. No en vano, sus vidas y el éxito de la misión dependía de la confianza en los demás compañeros, de su adiestramiento y del cumplimiento de las precauciones correspondientes. 


También tenía amigos entre el resto de los militares de la ISAF que habían servido o aún permanecían en Afganistán. Salvo contadas excepciones, todos ellos se habían sentido conmovidos por la situación del pueblo afgano. A pesar de que no era raro sufrir el hostigamiento de milicianos simpatizantes con los talibanes, la mayoría de las tropas internacionales que trabajaban más estrechamente con los afganos sentían un sincero aprecio por aquella gente cuyo pasado era terrible, su presente difícil y su futuro incierto y temible.


A él le había conmovido especialmente el relato que, en silencio, le narraban cada día unos ojos dolorosamente enmarcados por un niqab. Aquellos ojos presentaban tanto una belleza de un verde intenso, como una mortificante y profunda herida. Durante los escasos segundos que su vehículo tardaba diariamente en pasar junto al puesto ambulante donde aquella heratí vendía pistachos a las tropas de la ISAF, podía leer en sus ojos todo el sufrimiento del pueblo afgano causado por décadas de guerras y toda el daño infligido a las mujeres afganas por esas guerras y el régimen tiránico de los talibanes. 


Al igual que el resto de la dotación del vehículo, estaba convencido de que la única respuesta que podían ofrecer al relato de la vendedora de pistachos era no dar por cumplida su misión, la misión de toda la ISAF, la misión de todos los gobiernos de los países que participaban en la misma, la misión de sus respectivas sociedades, hasta que las mujeres afganas no tuvieran la oportunidad de aspirar a mucho más que a subsistir con la venta ambulante de pistachos, encerradas en aquella prisión de tejido y... con una más que probable situación de sometimiento humillante en sus casas. 


Por eso, una insoportable y devastadora sensación de frustración y fracaso se apoderó de su ánimo un día de agosto de 2.021, cuando vio la fotografía de la portada del periódico. Junto al muro del aeropuerto de Kabul, en medio de un numeroso grupo de civiles indefensos, los brazos de la vendedora de pistachos levantaban dos criaturas; una niña y un niño, en un intento desesperado para que algún occidental los llevara lo más lejos posible de Afganistán, mientras que las ametralladoras de varias camionetas repletas de talibanes apuntaban hacia aquel desamparado grupo. 


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