El frío y el cansancio le impedían recordar cuánto tiempo había
pasado desde que tuvo que abandonar su hogar en el Reino Bendecido, donde había
sido tan dichosa. Esa felicidad comenzó a palidecer con la muerte de los
Árboles, y desapareció totalmente cuando su padre volvió de aquella reunión en
la corte del rey en la cima de Túna.
Su madre y ella le vieron llegar con el rostro ensombrecido y él
les dijo con la voz llena de amargura: “Nos vamos, nos vamos ya. Me temo que
hemos sellado nuestra perdición, pero lo mismo que el noble Fingolfin no puede
abandonar a Fëanor, yo no puedo abandonar a Fingolfin.”
Después, todo se precipitó, como si sus vidas cayeran en un pozo
infinito. Apenas pudieron recoger sus enseres, pero su prudente madre se
pertrechó de pedernal, que en un largo viaje era más útil que las más
brillantes de las gemas.
Mientras que los valar aconsejaban, casi rogaban, a los noldor que
no se fueran, el orgulloso Fëanor ofendió a los señores del Occidente. Tras
ello, los noldor huyeron del Reino Bendecido. “Qué los valar no se olviden de
que muchos les amamos y nos puedan perdonar pronto” fue lo último que oyó decir
a su padre al unirse a la hueste de Fingolfin.
Su padre murió en los Puertos de los Cisnes.
Entre los primeros caídos de los noldor, estaba aquel que intentó
evitar la matanza entre hermanos. Cuando pensaba que su corazón ya no podía
soportar más dolor, contempló a los barcos que zarpaban hacia el este,
abandonando a los fieles a Fingolfin, sin más esperanza que atravesar el helado
norte, el terrible Helcaraxë.
Su madre, a pesar de estar rota por el dolor de la pérdida de su
esposo, decidió que estarían más seguras viajando cerca de Elenwe, la esposa de
Turgon. Sin embargo, el viento y la oscuridad las apartaron del camino que
seguían los demás. Durante la primera noche que estuvieron las tres solas,
Elenwe desapareció. Su madre le dijo que estaba segura que tan noble señora
había preferido buscar la muerte en soledad, antes que ser una carga para la
viuda y su niña.
No mucho tiempo después, su madre falleció en sus brazos. A pesar
de que el pedernal les proporcionaba un medio para tener fuego y calor, había
tan poco combustible en el helado norte que apenas consiguieron prender
pequeñas hogueras, por lo que el frío doblegó la fuerte y honorable naturaleza
élfica de su madre. Sola, triste y cansada, la jovencísima elfa ya no podía
recordar el hogar perdido que ahora le era tan lejano, como añorado. Sin poder
casi moverse, reunió los pocos útiles que le quedaban y los fue quemando, uno a
uno, con la ayuda de las chispas del pedernal, que al saltar de la piedra le
recordaban a la voz de su madre.
A pesar de su corta edad, era consciente que iba a morir, y en ese
momento recurrió a las enseñanzas de sus padres, y gritó en el silencio de sus
pensamientos. Una luz más brillante que la de los destruidos Árboles
la rodeó, la abrazó y la elevó al cielo. Elbereth la reina de las estrellas, la
valië más amada por los eldar había escuchado su llamada, y por la inocencia
que aún llenaba el corazón de la elfa, Mandos permitió que su destino evitara
la Maldición que pesaba sobre los noldor. Así pues, Varda pudo iluminar el
cielo nocturno con otra estrella más. Una estrella que se alimentaba de la luz
que el espíritu de la pequeña elfa arrancaba de las chispas del pedernal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario