(...) No quiero nada…; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo… Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco, por lo menos todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.
Gustavo Adolfo Bécquer, El rayo de luna.
Realmente, Manrique había recuperado el juicio. O quizás, nunca dejó de ser un hombre cuerdo. De hecho, estaba mucho más cuerdo que cualquiera de sus allegados y conocidos, que tanta lástima le tenían por juzgar que el pobre Manrique era poco menos que un lunático. Ni la lástima, ni las burlas; que también las había; podían desmerecer ni en lo más mínimo la dicha de amar y sentirse amado, porque para aquel noble joven el amor era la mayor, si no la única, de las glorias que un hombre puede alcanzar en esta vida.
Durante los últimos años, Manrique había aprendido a disimular no sólo su felicidad, sino también su cordura, a la que ni él mismo tuvo nunca en mucha estima. Manrique representaba diariamente su comedia ante el mundo. No le resultaba difícil. Aunque su bonhomía era proverbial, nunca había disfrutado con la compañía de sus semejantes. Jamás, en su vida albergó ningún sentimiento insidioso hacia nadie, ni siquiera contra aquellos a los que su posición social le hubiera obligado a considerar como enemigos, pero no encontraba ningún placer en departir o en lidiar con otras personas, sino que simplemente, se aburría.
Sólo trataba con otras personas para mantener la indispensable administración de sus rentas y para procurarse códices con los que satisfacer su inclinación por la lectura, que no podía saciar con la magra biblioteca de su casa solariega. Como en aquella ocasión en que viajó hasta Burgos, para comprar a un mercader flamenco un volumen copiado en latín y en una antigua lengua tudesca, por el que pagó más de la mitad de las rentas anuales que obtenía de sus viñedos. El suceso del libro tudesco, así fue llamado en los mentideros sorianos, acabó con la escasa reputación que aún conservaba el juicio de Manrique. Incluso hubo quién llegó a sospechar de la fidelidad de Manrique a Dios, a su linaje y a Castilla, pero quienes mejor le conocían sabían que por muy loco que estuviera, era imposible que el desdichado joven cometiera semejante traición.
Perder su reputación de caballero juicioso, le otorgó a Manrique la libertad que necesitaba, y que tan sólo él, de entre los mortales, disfrutaba en todo el mundo conocido, para disfrutar de su dicha de hombre enamorado. Una semana al mes, durante las noches circundantes al plenilunio, nada más ponerse el Sol, Manrique abandonaba su casa solariega, traspasaba las murallas de Soria, cruzaba el Duero y se internaba en el bosque que separaba el Convento de los Templarios del Monte de las Ánimas, donde ella le esperaba.
Ella era la más hermosa y radiante de las criaturas que caminaban bajo la estrellada bóveda del cielo. Sus grises ojos rielaban como Rayo de Luna. Las perfectas facciones de su rostro reflejaban la serenidad y sabiduría de su pueblo. Su voz se parecía al arrullo del arroyo cuando recibe la lluvia de otoño. Pero sobre todo, ella era la respuesta a los anhelos del corazón, y a las inquietudes de la mente de Manrique. Estando junto a ella, mirándola, escuchándola, sentía la beatífica plenitud del amor y con la satisfacción plena de saber que ella sentía lo mismo por él.
—Oh Manrique, tu compañía me alivia de la añoranza por la belleza del mundo que mi raza preservaba. Tus palabras transforman la melancolía del recuerdo de los grandes árboles cuyas hojas recogían el rocío del amanecer tras una noche estrellada, en un júbilo que me eleva del suelo que pisamos hasta donde aún se respira la fragante brisa de los frondosos bosques de allende el Gran Mar. Es el amor, Manrique, es el amor, el amor. En las viejas canciones de mi pueblo se rememora el amor que unió a tres elfas con sendos hombres mortales, pero nunca pensé que llegara a sucederme a mí. Desde que los pocos noldor supervivientes de las guerras contra la Oscuridad regresaran al Reino Bendecido, y los sindar comenzamos a menguar en la Tierra Media, mientras tu pueblo medraba, me he esforzado en evitar la cercanía de tu gente. Desconfiaba de vosotros. Vuestro triunfo significaba nuestro ocaso, y a vuestro avance, se marchitaba todo lo que los elfos amamos en la Naturaleza. Hasta os atrevéis a rechazar el amor que Eru os tiene y, continuamente, renegáis de su don, y así todo, Él sigue favoreciendo y redimiendoos. No está en mi naturaleza despreciar a los segundos nacidos, pero os temía. Y con el miedo mi dolor y mi desconfianza incrementaron. Me alejé de los bosques donde nací, y me refugié en estas tierras, recién emergidas del mar. Pero aquí también tuve que esconderme. Hasta aquella noche, en que estaba bailando bajo los rayos de la Luna, me descuidé, y me viste. Huí de ti, bien lo sabes, pero algo me hizo volver los ojos para mirarte, y… ya no pude evitar regresar al mismo lugar al mes siguiente, esperando verte de nuevo. Y allí estabas tú, esperándome también. Ay, Manrique, no sé qué será de nosotros, pero aquí, ahora, a tu lado, soy feliz. Más de tres mil generaciones de los hombres te separan de Beren y Lúthien, pero tus ojos y tu voz me declaran, sin duda, una lejana, pero aún presente en ti, ascendencia élfica. Seguro que de alguna manera, tú también tienes que haber sabido siempre que no eres un simple mortal más.
El ladrido de varios perros junto al bufido de unos caballos interrumpió a la elfa.
—Vamos, debajo de esas rocas. —Señaló Manrique. -—Es Alonso, el heredero de los condes de Alcudiel, un joven tan impetuoso y obsesivo como diestro cazador, pero que podría confundirnos con una presa hacia la que apuntar su ballesta.
Desde su escondite, vigilaron al cazador y a su séquito. Manrique se percató de que los animales se calmaron al pasar cerca del escondite donde los amantes se hallaban, para volver a agitarse según se alejaban de ellos dos.
—¿Qué vamos a hacer, Manrique?, ¿qué vamos a hacer? Solo podemos compartir unas noches al mes y, ya ves escondidos del mundo, ocultos a tu mundo. ¿Podremos soportarlo?.
—Si tú me amas, yo puedo soportarlo. No me importa esperar tres semanas si puedo verte, aunque el nuestro sea un amor furtivo hasta la muerte. —Al oír esas palabras, la elfa sintió en lo más profundo de su ser la amarga desesperación de los mortales ante el don de Eru. Manrique se dió cuenta y continuó hablando. —Ni la muerte que me aguarda por mi condición de hombre podrá separarnos, te lo prometo.
Y así, ocultando su amor, muchos años vivió Manrique, nadie antes que él había alcanzado la centena, no ya en Soria, sino en toda la Corona de Castilla. Se fue marchitando paulatinamente, pero nunca presentó los síntomas que suelen anunciar la cercanía de la muerte. Cuando murió, ninguno de sus allegados, ya acostumbrados a las excentricidades de Manrique, se asombró de su deseo de ser enterrado junto a uno de los árboles que había adquirido en el bosque. Era un roble, a sotavento de los aires del Moncayo, y su tumba debía ser excavada a los pies del árbol, en un punto que el propio Manrique había señalado con una sencilla estela donde hizo grabar su nombre.
Aún hoy en día, si alguien se acerca a ese roble en las noches de plenilunio, en el preciso momento en que los rayos de la Luna acarician el tronco del roble, podrá oír al viento del Moncayo que, al pasar entre las ramas del árbol, parece transformarse en la voz de Manrique que recibe a su amada.
—¡Ithilvael!, ¡Ithilvael!
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